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‘El dador de recuerdos’: la urgencia de sentir

Jonas, el héroe de la historia protagonizado por Brenton Thwaites
Jonas, el héroe de la historia, protagonizado por Brenton Thwaites

DR. JABBERWOCKY |

Hemos proclamado la utopía como el advenimiento de la perfección y hemos perdido la cordura, es paradójico porque en una urgencia por sentir se ha buscado deshacerse de las emociones negativas, es real, la gente es más susceptible hoy que hace veinte años, es palpable y es lo que valida toda reinterpretación del clásico argumento huxleyano en torno a la vida en sociedad. Así, El dador de recuerdos llega a los cines este fin de semana como parte del colofón de ciencia ficción para jóvenes que ha anegado las pantallas en los últimos años, pretendiendo sumarse a la ola de contenidos animosos por “despertar” a la juventud con su retórica de cambio, aunque ésta sea reduccionista y sensiblera.

Ahí donde Divergente falló ominosamente, El dador de recuerdos acertó, aunque no sin salir libre de algún manchón de mugre pequeño pero muy visible y este no es necesariamente un error de adaptación, más bien se trata de un defecto de fábrica que data de 1993, año en el cual Lois Lowry, autora del libro, trazó el camino para Veronica Roth, Suzanne Collins o James Dashner, cuyas obras han sido adaptadas y se han convertido en blockbusters de la noche a la mañana.

The Giver
No es el Olimpo, pero esa es la idea.

La película pudo haber sido excelente simplemente por su fotografía y en general el trabajo de postproducción, los cuales significaron un respiro fresco de oxígeno en un mundo casi asfixiado por los efectos visuales, haciéndonos añorar un poco Sleeper de Woody Allen o Pleasantville de Gary Ross, por nombrar algunas; hemos de reconocer la sensibilidad estética del fotógrafo Ross Emery, quien a partir del trabajo de arte realizado en Paarl, Sudáfrica, logró recrear una impresión paisajística y minimal hasta ahora desconocida en quien fuera también fotógrafo de The Matrix y otras tantas cintas realizadas con CGI.

En este film hubo personajes que se desarrollaron hasta cierta complejidad, pero que, en última instancia, sus decisiones finales se sintieron decepcionantes y sus actitudes un tanto precoces, quizá se deba en parte a que el director, Phillip Noyce, no tuvo a bien explorar las profundidades tan cavernosas presentadas durante los primeros tres cuartos de la historia, por ello de pronto se sienten desaprovechados los talentos de un elenco veterano que pintaba para ser más expresivo; Meryl Streep nos dio una de sus actuaciones más planas en pantalla, mientras Jeff Bridges logró una estupenda pantomima de él mismo; Alexander Skarsgård y Katie Holmes tuvieron momentos de lucidez ligeramente memorables, mas nada adhirieron a la fuerte química entre Brenton Thwaites y Bridges; quien pasó totalmente desapercibida fue Taylor Swift, mientras que el rol femenino principal a cargo de la novata, Odeya Rush, tan sólo figuró como una cara bonita complementaria pero insustancial.

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¿Taylor Swift? ¿Eres tú?

Jonas (Thwaites) es el clásico elegido, el personaje arquetípico que como a muchos otros de sus coetáneos de la pantalla grande, le ocurre algo inesperado y su vida se torna pro-revolucionaria, mesiánica incluso, nos recuerda en su premisa a Neo en The Matrix; es comprensible que como adolescentes en proceso de madurez, esas inquietudes nos muevan las entrañas y que incluso nos invada la soledad, pero hemos de notar que en pantalla la idea quedó plasmada como un camino poco accidentado para el espectador, a quien tan sólo le llega una retórica superficial gracias al acervo audiovisual que por momentos evoca a comercial de Nat-Geo.

En este sentido, el argumento se halla mejor cimentado que el de otras cintas propias del género; sin embargo, entender que vivir en “un mundo feliz” es imposible, no es innovador y no porque Aldous Huxley o Ray Bradbury fueran pioneros en poner en entredicho la sociedad imaginada por un ingenuo Tomás Moro 400 años antes, sino porque retoma un mito clásico y lo extirpa de su moraleja, justo cuando pensábamos que no sería así.

En El dador de recuerdos, la humanidad, o lo que queda de ella, logra inhibir químicamente sus emociones en aras de mantener la vida fisiológica en el seno de la civilidad. Sin pathos, el pueblo ético retomado del ideal heleno crea una serie de estándares y códigos de conducta que en breve son paradójicos, por no decir absurdos dada su contradicción.

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Cuando la chica aparece, el mundo toma color.

Blanqueamiento de la raza; agnosticismo, preponderancia del nombre y autoritarismo lingüístico; enaltecimiento de la razón, muerte asistida; inhibición de la creación artística y la experiencia estética; ausencia de libido y privación de la posibilidad de orientación sexual; éstas son las características de esta utopía que se erige como templo olímpico rodeado por nubes y se halla sumido bajo el firmamento, donde la hibris se manifiesta en la imposición de una figura prometéica que rompe las leyes divinas que le sirvieron de cuna y educación para dar el conocimiento prohibido a la humanidad, no sin la mediación de un oráculo hermético, el Dador (Jeff Bridges).

Así, la figura del “Dador” y la del “Receptor” de recuerdos, prefigurarían como entes encargados de resguardar, por algún motivo imbécil y desconocido, el saber sobre la historia de la humanidad y sus emociones. Los griegos nos hablaron de una desmesura original que ocasionó la ira de los dioses, pero de alguna manera el cine y la literatura actual tratan de darnos una lección que no sólo no fue del todo comprendida, tampoco tuvo consecuencias dramáticas significativas y créanme, no se necesita ser Esquilo, Sófocles o Eurípides para lograrlo.

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Andar en bicicleta hacia la sociedad perfecta y en moto hacia la libertad, le deberían pagar regalías a “Sons of Anarchy”.

¿Cuál es el fin de tener un “Dador” de recuerdos en una sociedad obsesionada con olvidar y negar? Si bien la reinterpretación comunista que permeó a la literatura de ciencia ficción a través de la lectura de Marx intentó concientizar a los lectores, el cine actual, y en especial cintas como ésta, Divergente o Los juegos del hambre, no hicieron sino hacer de la jerarquía de clase y la división del trabajo síntomas de las inquietudes juveniles y orientarlas hacia un solo objetivo: el de “descafeinar” a la civilización al punto de volverla acéfala, gris y monótona, recordándonos que Nietzsche no sólo proclamó la muerte de Dios, sino también enunció la muerte de la tragedia.

Al final, ¿no es ese tipo de lectura tramposa una sensiblería imperdonable en la ciencia ficción? ¿No es uno de los fines del género explorar las inagotables posibilidades de una realidad dada, en vez de normalizarla al punto de ser comparable con la realidad no tan fantástica del espectador? ¿Acaso las utopías, tales como la mostrada en pantalla, no debieran ser más refinadas y evolucionadas en orden de prevenir el cisma o el golpe de estado? ¿Es la esperanza el mejor camino para culminar una historia o se trata de un discurso desgastado?

Es contradictoria le representación de un entorno como éste, en donde la misma autoridad propone la institución de una figura a la cual se le va a conceder, sin haberlo pedido, la facultad y la urgencia de sentir, sin pensar que la consecuencia lógica de tal acto devendría en subversión, en una primavera juvenil que se asombra de esta tempestad de emociones y sensaciones, pero que a la vez resulta atemorizante. En un afán por inyectarle “cafeína” a su mundo, Jonas toma la decisión más esperanzadora desde la perspectiva moral, pero también la más irresponsable: salvar/secuestrar a un bebé. No es sencillo considerar que su intención de compartir esa urgencia por sentir lo orilló a actuar “descafeinadamente” (evitó un asesinato) en un mundo de antemano “descafeinado”, donde la muerte asistida sirve de eufemismo para normalizar el asesinato, poniendo en relieve la lejana ilusión de la utopía y su delgada división con la distopía.

¿Es la esperanza el mejor camino para llevar un filme?
¿Es la esperanza el mejor camino para llevar un filme?

A todo esto, otra cuestión por demás valiosa logra rescatar la trama del abismo. Para tratarse de una comunidad donde se pugna por eliminar la envidia y proveer de igualdad a cada uno de sus miembros, el clímax pone en evidencia la fantasía de tal idea cuando estamos vis-a-vis ante el problema de la diversidad: “si somos diferentes -sexualmente- y tenemos labores y jerarquías diferentes, ¿podemos ser tratados como iguales?”. No hace falta leer a Michel Foucault (Vigilar y castigar: 1975) para entender el nivel de autoritarismo que este discurso utópico emplea maniqueamente al equiparar la igualdad con la domesticación mediante la vigilancia.

En esta cinta no hay muchas preguntas correctas, lo cual es un poco enfadoso, pues tampoco hay cabida para la retribución hacia el desenlace. Por fortuna, El dador de recuerdos es un filme muy superior a sus contemporáneos en el ámbito narrativo, guía a sus personajes hacia un objetivo sin abusar de la cursilería pese a remover la sensibilidad más superficial del espectador y mantiene los efectos generados por computadora en un perfil muy bajo, a diferencia de otras cintas de corte similar como Elysium o Divergent.

El filme de Noyce se convierte en una delicia visual que aunque no acaba de convencer al espectador demandante de esa ciencia ficción intimidante y recalcitrante, resuena con ese espíritu empático “light” que funge de zeitgeist social, pues sin duda su esperanzador discurso está constituido a manera de poema audiovisual dirigido al libre albedrío y a la individuación, algo que jamás dejará de ser aplaudido aunque se trate de una repetición estilística cada vez menos sorprendente.

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FICHA TÉCNICA
Título: The Giver (El dador de recuerdos)
País: Estados Unidos
Año: 2014
Director: Phillip Noyce
Con: Brenton Thwaites, Jeff Bridges, Meryl Streep, Alexander Skarsgård, Katie Holmes, Odeya Rush y Taylor Swift.
Guión: Michael Mitnick, Robert B. Weide
Fotografía: Ross Emery
Edición: Barry Alexander Brown
Música: Marco Beltrami
Duración: 97 mins.

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Dr. Jabberwocky
Crítico. Cínico. Excéntrico. Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UNAM y editor de 'El Vortex'; devorador de cultura y cazador de sensaciones. Lo único que amo más en el mundo además de ver y oír, es escribir. Soy fanático from hell de la ciencia ficción, el horror, la comedia romántica, los super héroes y las secuencias de acción. Mi mente está hecha de salchicha con mucho chocolate, mermelada, imágenes en blanco y negro y grandes dosis de espías, Lovecraft, Buffy the Vampire Slayer y Doctor Who.

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