Los viajes al espacio nos harán inmortales.
— Ray Bradbury
ISMAEL MARTÍNEZ |
Levantar la mirada.
De noche,
mirar el cielo.
Encontrar el firmamento estrellado
silencioso, ausente
casi con toda seguridad de vida.
¿No sería bueno descubrir —demostrar— lo contrario?
Investigaciones recientes por instrumentos que apuntan a lo lejos arrojan indicios de la posible existencia de estanques subterráneos de líquido en una de las lunas de Júpiter.
Europa se llama el satélite.
¿Podría aquello ser agua? ¿Una especie de lago, origen de las especies, estanque primigenio que alberga vida?
En un punto no demasiado lejano del tiempo, de la historia, el hombre ha puesto manos a la obra en el descubrimiento del afuera. De sus fronteras atmosféricas. A mediados del siglo pasado, quizá unas décadas de millones de años después del surgimiento de la vida, un ser, el hombre, dotado de inteligencia, creo teorías y puso a prueba las mismas. Siguiendo aquella sensata afirmación del ilustre matemático inglés Fred Hoyle —“El espacio no está lejos en absoluto. Está solo a una hora de viaje si tu coche pudiera ir recto hacia arriba”—, la raza humana decidió desafiar la fuerza que con terrible tiranía nos empuja siempre hacia el suelo. La gravedad. Y descubrió que más allá del orbe no existe otra cosa que la aparentemente infinita danza de las partículas muertas.
Permanecer en la Tierra se erige como la frustración más poderosa del hombre contemporáneo.
Informe Europa
Europa Report (Estados Unidos, 2013), del cineasta ecuatoriano Sebastián Cordero, estrenada y exhibida en diversos festivales internacionales, incluido el de Morelia, en México, y disponible ahora gracias a sistemas de observancia vía internet, plantea una epopeya galáctica con trasfondo realista. El viaje de un pequeño grupo de muy entrenados especialistas en búsqueda de una de las preguntas que más nos han cortejado en nuestra —oh, breve— existencia: ¿hay/habrá vida más allá de la Tierra?
Cordero plantea entonces un falso documental a manera de retrospectiva. Un informe editado a partir de material audiovisual recuperado de la nave que se propuso viajar hacia donde ningún otro aparato humano ha ido.
El filme, eficiente en sonorización y cinematografía, dotado de un guión consistente y una trama atractiva, pronto atrapa al espectador con una propuesta visual que invade los linderos de la filosofía clásica al tiempo que surge como una propuesta muy seria de ficción sobre ciencia.
Conocemos, pues, a un empático equipo de astronautas, técnicos, ingenieros y hombres de ciencia procedentes de todas partes del mundo, quienes luchan con sus cuerpos y mentes en un viaje de muchos meses en pos de un fin común: taladrar la superficie gélida de Europa, en la órbita de Júpiter, en busca de algún organismo primigenio. Acaso algún precursor de bacteria, parecido éste a los que encontramos en antiquísimos fósiles terrícolas. Ello despejaría la vieja y mentada duda. Sería el más grande hallazgo jamás alcanzado.
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Prescindiendo de la mera anécdota, y ahorrándonos algunas preguntas candorosas que invalidarían la eficiencia de la trama misma (no las diré ahora para no ahorrarles la emoción de verla), la película funciona. Y lo hace porque toca fibras sensibles en la imaginería de nuestro tiempo. Porque, ¿quién en su sano juicio no haría lo posible por salir, por viajar más allá de la Tierra?
Omake
Dos palabras: Game on.
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