Por DOCTOR JABBERWOCKY |
La raza humana ha confiado en él una y otra vez. Siempre ha habido un agente extraño tratando de destruir la Tierra, pero Gokú, junto a los Guerreros Z, siempre han estado allí para proteger la vida del vasto universo (aunque estos últimos no son de mucha ayuda y suelen estorbar durante las peleas).
A diferencia de los superhéroes occidentales, Gokú siempre ha sido acogido por la humanidad, quizá se debe en parte a que en su mundo tiene la mitad de popularidad que el Hombre Araña. Podríamos aludir a la amistad y el trabajo en equipo como la gran lección heredada por el guerrero saiyajin desde la primera vez que le vimos como tal en la TV, pero necesitaríamos elaborarlo más.
Dragon Ball Z nos enseñó que ser diferente es mejor que ser común y corriente. Gokú, Vegeta… hasta Piccolo, en tanto extraterrestres, probaron ser superiores -no sólo en destreza y habilidad física- al humano ordinario.
Gokú no supo de su origen hasta haber conocido a su hermano Raditz. Sin embargo, la jovial ignorancia del héroe que surcaba los cielos en su nube voladora murió al enterarse. El pequeño niño que había recibido de su abuelo la esfera de cuatro estrellas dejó de existir para servir a resguardar la existencia de cada ser de los distintos planetas en el cosmos.
El coste de cargar al mundo sobre sus hombros fue su inocencia… o eso podríamos pensar, pero pecaríamos de ingenuos.
Cada trama de Dragon Ball Z está cimentada en el humor y el ridículo característico de su serie predecesora. Pese a que una es la continuación de la otra y a que -en teoría- la segunda está dirigida a un público más grande en edad (ya saben, por el grado de violencia gráfica y alusiones sexuales), el tono no varía mucho entre ambas.
A este respecto, Gokú sigue comportándose como un niño en el cuerpo de un adulto, sólo sabiéndose serio al transformarse en Super Saiyajin. Incluso en este momento pareciera que el enorme y aplastante poder de cada adversario se vuelve un fetiche capaz de hacerle gozar cada golpe y cada segundo que invierte en las batallas sostenidas.
Aun con la existencia del universo en riesgo, Kakaroto se inscribe como un feroz dios de la guerra. El universo no necesita pedirle un salvoconducto, pues él de antemano asume el papel de héroe supremo: el más honorable, el más valiente y a la vez el más consciente. Gokú carece de complejo de Dios, pues él ya es Dios. El espectador fanático lo ha colocado en ese pedestal.
Curiosamente, pareciera que el complejo de dios lo proyectan aquellos quienes defienden al personaje aferrados a su superioridad por encima de cualquier otro héroe o villano habido en la ficción. Creen con vehemencia y fe ciega que no puede ser derrotado. Hay en ellos una devoción basada en la infalibilidad y en una confianza inquebrantable al “Ki” de su héroe.
Él, en su universo, es quien decide arbitrariamente la preservación de la vida, con todo y la imperfección e injusticias subyacentes en el crudo y putrefacto núcleo cotidiano de algunas razas, principalmente, la humana, tal caso es bien representado por la Armada de la Patrulla Roja y sus infames creaciones y experimentos.
Aun cuando la narrativa del anime es unidimensional en comparación a otros animes conocidos, como Saint Seiya o Neon Genesis Evangelion, el éxito de la creación de Akira Toriyama recae en aumentar el nivel de dificultad de cada proeza realizada por Gokú y compañía, tan sólo para dejarnos anhelando ser algo imposible, un otro, un extraterrestre, un Super Saiyajin de cabello rubio y ojos claros.
Cuando el trasfondo de cada superhéroe busca casi el mismo tipo de admiración e identificación idealista, Dragon Ball Z orilla a sus seguidores a reflejarse en la condición -por demás absurda- del ser omnipotente, casi omnisciente y casi omnipresente.
La mediocre narrativa carece en general de grandes consecuencias y vicisitudes morales y éticas, pues aunque la idea de hacer el bien y tener amigos podría tratarse del mensaje nuclear de la serie, no llega a cuestionarse jamás la ambigüedad de tal visión. En las más de las veces, un poder tan terrible e inconcebible como el de Gokú no sólo debería ser respetado, temido y adorado, también valdría ser castigado, removido y censurado, hecho que evidentemente ocurre en la vida real y no en la ficción de color rosa de Toriyama. Ningún hombre debería tener ese poder… ¿pero es Kakaroto un hombre?
Hay una falta de malicia, de odio ante tal súper potencia, ¿no fue eso -en parte- lo que orilló al Dr. Manhattan al auto exilio en Watchmen de Alan Moore? ¿No es eso lo que orilla a controlar a la creciente población mutante en Marvel? ¿No fue eso lo que obligó a los héroes de este sello editorial a destruir la Fuerza Fénix?
El filósofo Emanuel Kant teorizó la estética entre la belleza y lo sublime en su libro Crítica al juicio. Mientras la belleza es aquello mesurado, delimitado y ordenado, lo sublime es aquello transgresor y destructor. Lo sublime matemático, o el infinito, y lo sublime dinámico, o la abominación y el coloso, aquello con el poder embotar y aniquilar. Gokú parece simbolizar tal potencia en cantidad de poder y en hazañas, pero cabría incluso un análisis más profundo.
Gokú sobrepasa casi cualquier límite. Por ejemplo, mientras el mundo de la narrativa occidental nos ha demostrado un sinnúmero de veces que el mundo de los muertos es un tabú, el anime de Toriyama nos ha dejado atestiguar el, casi libre, tránsito del personaje principal al Inframundo. Además, las esferas del dragón, como una extensión de su voluntad, han revivido a los caídos en batalla sin mayores consecuencias -el mismo Gokú ha regresado de entre los muertos en distintas ocasiones.
Las esferas, creadas por el dios de la Tierra (Kamisama) se convierten muy pronto en la herramienta favorita del saiyajin y sus amigos para llevar a cabo tareas que sobrepasan sus habilidades directas (como si crear una Genkidama con la energía vital de todos los seres del universo en GT fuera poca cosa). ¿Hay siquiera leyes que apliquen en él? Quizá no, pero sí una limitación -aparente- de deseos impuestos por Shen Long en un determinado marco de tiempo: un deseo (o tres, dependiendo el dragón) y las esferas se dispersan hasta que alguien las vuelva a encontrar.
Sus antagónicos son visiones prototípicas de él, formas autocráticas cuyo poder se organiza y aumenta a través de niveles de mejora (Freezer); formas condicionadas al aprendizaje mimético y la auto-mejora biológica (Cell); formas de asimilación que se ven imbuidas de poder gracias a la omofagia (Boo). Dichas formas se ven sobrepasadas gracias a la supremacía racial a la que pertenece el saiyajin, a su ágil adaptación y a que sus enemigos carecen de la devoción característica de quienes creen en Gokú.
Freezer, Cell y Boo son fuerzas titánicas. No pueden ser dioses pues carecen de apariencia humana. Cualquier devoción previamente depositada en ellos es aniquilada al instante de su derrota.
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En cada momento de la serie, Gokú tuvo momentos de casi-omnipotencia (derrotó a quienes clamaban poder destruir al universo mismo), casi-omnisciencia (Kaio-sama le dejaba comunicarse con todos los habitantes de la Tierra y otros planetas) y casi-omnipresencia (la teletransportación le daba la libertad de estar en cualquier lugar, en el momento que lo deseara, siempre y cuando pudiera sentir un Ki).
Sin embargo, su verdadero poder está lejos de la perfección. Su grandeza está más cercana a la mitificación consolidada por la idolatría de los fanáticos, que a la omnipotencia. Gokú es Dios, sí, pero sólo para quienes creen en él y la próxima cinta a estrenarse, Dragon Ball Z: Battle of the Gods, podría llegar a confirmarlo. Los únicos aspectos que hacen de él un ser ubicado más allá de los humanos, son su superioridad ética y la genuina voluntad de poder de acuerdo a dicha superioridad ética.
Educado entre humanos, Gokú es el extraterrestre más humano, más hombre: el súper-hombre que predica con el ejemplo, pero cuyo impactante discurso se ve diluido en la paupérrima narración simplista y espectacular de sus hazañas, las cuales no son sino el mero simulacro al que los devotos del anime han erigido un templo, erróneamente. Estamos así, ante el culto al dogma de poder y la perfección, en donde ser “mejor ser humano”/”mejor por sí mismo” se confunde con “mejor ser Gokú” y, en todo caso, se prefiere.