ISMAEL MARTÍNEZ |
Todo comienza el día en que Rick Grimes despierta y se mira postrado sobre una cama de hospital. Solo, sin personal médico que vele por sus habitantes, el recinto yace en el profundo silencio de un pequeño pueblecillo en Kentucky, donde el cantar de las cigarras es el único sonido natural que se percibe a lo lejos. Rick pronto se percata del terror que ha devenido mientras dormía. Un terror que está lejos, muy lejos, de terminar.
Con semejante premisa, Robert Kirkman y Tony Moore arrancaron en otoño de 2003 una modesta serie mensual de historieta en la ya consolidada editora Image, una compañía que recién superaba la década de vida y que había sido fundada por los talentos de Todd McFarlane, Erik Larsen, Jim Valentino, Marc Silvestri, Rob Liefeld, Whilce Portacio y Jim Lee en 1992 ante la abrumadora hegemonía corporativa que representaba el binomio DC-Marvel. Emporios que perpetuaban su dominio (todavía lo hacen) explotando ad infinitum las ideas de sus escritores y dibujantes sin que ellos tuvieran posibilidad de poseer y gestionar sobre sus creaciones.
Kirkman y Moore (y Charlie Adlard, quien sustituiría en los lápices a Moore antes de terminar el primer año de serialización), fervientes seguidores de la filmografía de George A. Romero —quien se convertiría en el padre del zombie moderno a finales de la década de 1960 con el lanzamiento de Night of the living dead—, idearon una fórmula sencilla, aparentemente basada en la típica acción gore de los “muertos vivientes”, que pronto conectó con el público adecuado.
Diez años después The Walking Dead se ha convertido en un superventas, una franquicia en extremo rentable. Ciento quince números en una década años de publicación que han inspirado una serie de videojuegos y, hasta ahora, 43 episodios de televisión que se habrán emitido antes de que termine el presente año.
George A. Romero no es el único que ha cultivado con éxito el género, ni será el último. Sin embargo, su influencia se antoja insuperable. Luego de 115 episodios en formato historieta (en un sobrio blanco y negro, contraviniendo la tendencia del cómic estadounidense), Kirkman ha desarrollado con amplitud una trama humanista de supervivencia. Humanista en su acepción pedestre, primera: el hombre como centro del pensamiento del hombre. El ser humano que mira por sí mismo y por los suyos: la forma más primitiva, esencial si se quiere, del egoísmo.
Ahí es donde Kirkman ha desarrollado su obra maestra (si bien es autor de otra serie exitosa, Invincible, que arrancó, curiosamente, el mismo año —un poco antes— que The Walking Dead, es ésta última, no cabe duda, por la que será recordado). Para Kirkman que los “muertos” cobren vida, que los sacos de carne hedionda se muevan, no los hace seres animados. No poseen anima (alma), y no son, por tanto (de manera alguna) personas. Son carne. Eso. Carne que deambula por las calles y praderas buscando exterminar —en una poderosa alegoría— su pasado. Consumiéndolo, exterminándolo.
Existen aquí por lo menos dos preguntas fundamentales que se han planteado los estudiosos del género. Una del tipo práctico: ¿por qué los zombies no se exterminan entre ellos?; otra del orden filosófico: ¿es acaso el zombie una metáfora del hombre moderno, un autómata que más allá de su capacidad aparente de raciocinio cede siempre ante sus pulsiones, ante sus impulsos?
Kirkman, quizá más acostumbrado al entretenimiento, introduce otro tema. Uno en boga en el arte contemporáneo: ¿Hasta dónde puede uno llegar para mantenerse a salvo? ¿Vale la pena salvarse si se estará solo?
El recién finado Richard Matheson se hacía las mismas preguntas en una de sus más notables obras: I am Legend (Soy leyenda). Frecuentemente confundida con el moderno género de zombies por el tratamiento que propone de los extraños entes anormales que pueblan sus páginas (aunque éstos sean, de hecho, “vampiros”), Matheson ofrece en su novela de 1954 un acercamiento al hombre solo. La misma clase de humanismo salvaje (¡valga la afrenta!) de Kirkman.
La serie de TV, programada para cerrar el año con 43 episodios, y a pesar de sus (con toda razón) detractores, va en el mismo sentido y abunda sobre los mismos temas. Aunque lo haga de una forma muchas veces sosa, maniatada, deliberadamente heroicista y hasta cursi (la mayoría de los acentos narrativos de la historieta han sido difuminados o sustituidos apelando a la autocensura por tratarse de los pasajes francamente terribles), la teleserie ha querido hablar sobre ello: ¿es válido eliminar los protocolos de convivencia que habíamos tallado en el mundo occidental del siglo XXI en un mundo donde perdura el más fuerte? ¿Sirven de algo las democracias y los consejos de ancianos donde la amenaza del músculo, de la astucia, de la bestialidad del contrario, se impone?
Más aún: ¿de quién debemos cuidarnos? ¿De los seres deshumanizados que deambulan hambrientos por las calles o de aquellos que todavía mantienen el control de sus acciones?
Kirkman parece desvelar lo obvio en esta trampa casuística: el peligro está en el “raciocinio”. No nos engañemos. La bestialidad habita de forma natural en nosotros. Forma parte de nuestra cultura. Somos todos, los que respiramos, la muerte que camina…
Omake
A propósito del décimo aniversario de la historieta, Skybound, la productora fundada por Kirkman, produjo un breve documental de libre acceso llamado The Walking Dead: A Decade of Dead. He aquí, para su deleite.
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